Pasados “los cuarenta” algunas mujeres estamos condenadas irremediablemente a abrir la puerta de nuestro cuerpo, con el fin de descubrir el origen de algún bendito e inesperado malestar. Así suele suceder; un día cualquiera la flamante máquina nos empieza a fallar.
Esta urgencia por entender lo que mi contradictorio ser quería decirme, me llevó a constantes visitas al hospital, exámenes médicos, citas, revisiones algo incómodas y, sobre todo, tener que distinguir términos extraños para describir la razón y causa de mi afección.
El diagnóstico fue definitivo: debía someterme a una histerectomía (retiro del útero), en un par de semanas. Llegó el día y como si se tratase de una invitación a veranear en un lujoso “spa”, preparé mi maleta. Incluí pijamas, secadora de cabello, cremas hidratantes; mientras mi familia me abastecía de nueces, almendras y galletas dulces, que ingresaron de forma camuflada en un frasco vacío de colágeno.
Sola y en el acceso de emergencia del hospital, me dispuse a imaginar que estaba en la sala de espera de algún aeropuerto: pronto me llamarán y abordaré el avión. Jugaba con mi mente aquel instante, porque las preguntas sobre la mutilación de una parte tan íntima me atravesaban como dardos envenenados. ¿No supe cuidarme lo suficiente? ¿Seré menos mujer? ¿Es necesario vaciar mi matriz para salvar mi vida?
El adiós definitivo a la maternidad lo hice varios años atrás, simplemente me cansé de tratar de llenar aquel espacio por medio de personas que no lo merecían y cosas que no necesitaba; pero ahora me encontraba frente al embargo definitivo de los bienes en desuso.
Mientras todo esto revoloteaba en mi cabeza llegó al lugar una mujer muy joven dando alaridos de dolor. Bastaba mirar su enorme y palpitante vientre para saber que había una criatura a punto de salir. ¡Vaya ironía!, yo tan lista para entregar las herramientas y esta mujer me enseñaba que a la vida le bastaba apenas una simple grieta para abrirse paso y renacer.
Su llanto se confundió con el mío. El milagro inexplicable de la existencia estaba frente a mis ojos y me decía que podía marcharme sin culpas, arrepentimientos ni recriminaciones. El curso vital de la naturaleza humana se mantendrá en constante e inalterable equilibrio y cada uno, en su momento, contribuye a ese universo con todo lo que tiene y puede.
Yo he hecho mi parte y nada le debo a este mundo, estamos a cuentas y en paz. A partir de ahora, floreceré de manera libre y diferente.
CORTAR Y FLORECER
- Miércoles, Dic 09 2020
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